De forma general se consideran como alimentos funcionales a aquellos cuyo consumo aporta beneficios para la salud y/o reduce el riesgo de aparición de algunas enfermedades. Estas propiedades saludables pueden deberse a la presencia de un componente en la dosis suficiente como para ejercer un efecto beneficioso o a la ausencia de un elemento dañino para algunas personas (al actuar como un alérgeno o provocar intolerancia). Pero quizá lo que hace más fácil distinguirlos del resto de alimentos convencionales es fijarse en su singular forma de comercialización, basada casi siempre en potentes campañas de publicidad intensiva que se valen de argumentaciones en demasiadas ocasiones confusas o engañosas sobre supuestas propiedades beneficiosas para la salud.
Se trata de una línea de negocio muy rentable para muchas compañías. De hecho, se estima que el mercado europeo de la alimentación funcional crece a un ritmo del 16% anual, y en España en la actualidad se comercializan más de 200 alimentos funcionales, que aportan ya más del 26% del valor de mercado de su segmento en alimentación, sobre todo en el sector de los lácteos.
Pues bien, toda esta estrategia comercial puede verse trastocada cuando a finales de este año la Comisión Europea presente los resultados oficiales de un estudio realizado por la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) entre el año 2008 y el año 2011sobre las alegaciones saludables de más de 2.700 sustancias que se utilizan o se pretenden utilizar para publicitar este tipo de alimentos. Y es que el citado estudio se presentó a los medios el pasado verano y deja en evidencia mucha de la publicidad actual. Sus conclusiones son demoledoras: casi el 80% de las alegaciones no están probadas científicamente o son tan generales que no se pueden comprobar. Pero desde la EFSA se advierte de que las conclusiones pueden variar, ya que es posible que pudieran aparecer nuevas investigaciones que avalen o descarten lo que se ha decidido ahora. Por eso este organismo ha dejado claro que todas sus afirmaciones se basan en los conocimientos científicos actuales.
En cualquier caso cabe una interpretación optimista, al menos para los más escépticos ante esta gama de productos, y que es que uno de cada cinco argumentos en favor de estos productos sí tiene base científica. Así, por ejemplo, se admite que los yogures que contienen L. delbrueckii y otra bacteria, el Streptococcus thermophilus, son más fáciles de digerir para las personas con intolerancia a la lactosa. El resto de las alegaciones referidas a las bondades de los lactobacilos, productos publicitarios estrella donde los haya, quedan en entredicho; no se niegan sus supuestas virtudes pero se insiste en que no están contrastadas de forma fiable desde el punto de vista científico.