Si enlazamos estos conceptos, llegaremos a la conclusión de que la Constitución Europea impone a la Unión la prioridad de garantizar un elevado nivel de protección de los consumidores, exigiendo que para ello cuente con la implicación de las organizaciones representativas de los intereses en juego, fomentando las relaciones entre ellas, e impulsando fórmulas de resolución de conflictos alternativas a las vías jurisdiccionales.
En este marco, debemos presumir que se generarán las sinergias necesarias para que se desarrollen con mayor fuerza los sistemas voluntarios de protección del consumidor que hoy día se articulan en el entorno del Estado Español.
Así tenemos, por un lado, los códigos de buenas prácticas impulsados por organizaciones empresariales o profesionales para garantizar la ética en el desarrollo de la actividad, la protección del consumidor o usuario y la leal competencia en el sector. Como decíamos anteriormente, estos códigos no pueden ser una barrera a la regulación básica necesaria por parte del poder ejecutivo o legislativo, sino un valor añadido para quién lo asume como norma de conducta.
Pero para ello, es necesario que la contraparte empresarial lo entienda, no como una iniciativa unilateral, sino como el fruto de un diálogo, un consenso y un compromiso con la sociedad representada por las organizaciones de consumidores, que deberán participar también de su aplicación y evaluación.